Galileo y Newton no sólo dieron a la física una estructura matemática precisa, coherente y operativa, sino que sentaron las bases de un método científico que sigue siendo la más poderosa herramienta del conocimiento. Con su consigna fundacional ("Hay que medir todo lo que es medible y hacer medible lo que no lo es") y su aforismo leonardiano ("El libro del universo está escrito en el lenguaje de las matemáticas"), se puede decir que Galileo inaugura la ciencia moderna. Y con su ley de la gravitación universal, Newton pone orden en la naturaleza. Desde que Buda y Tales de Mileto, cada uno a su manera, dieron la espalda a los dioses para buscar las respuestas (y las preguntas) en la realidad misma, la mente humana no había dado un salto tan grande y, en apariencia, tan definitivo.
Pero a principios del siglo pasado Einstein formuló la teoría de la relatividad, que afirma que el espacio y el tiempo no son realidades absolutas y separadas, que hay un límite infranqueable para la velocidad, que la materia y la energía no son esencialmente distintas... Y en su momento se dijo que la relatividad suponía el fin de la física newtoniana, el derrumbamiento de su majestuoso edificio conceptual. Pero en realidad lo que hizo Einstein fue (un famoso científico lo expresó con esta feliz metonimia) "tragarse vivo" a Newton. En efecto, la relatividad no invalida la física tradicional: sencillamente (y nunca mejor dicho), la relativiza, la integra en un esquema más amplio. De hecho, en la mayoría de los casos seguimos utilizando la vieja física de siempre, que sólo deja de ser válida a nivel subatómico o a velocidades próximas a la de la luz.
Decir que Marx y Engels son los Galileo y Newton de la socioeconomía puede parecer exagerado o gratuito, pero las similitudes no son pocas ni irrelevantes. Y tal vez el aspecto más instructivo de este paralelismo sea el de la falsa periclitación de ambos sistemas. La física newtoniana no ha sido refutada, sino tan sólo desposeída de su apariencia de formulación completa y definitiva de las leyes de la naturaleza, y con el marxismo ha ocurrido otro tanto, pese a los cacareos de "nuevos filósofos", posmodernos y pensadores débiles.
A pesar de los excesos y defectos del llamado "socialismo real", a pesar de los propios errores de Marx y sus continuadores, el marxismo sigue siendo el gran paradigma socioeconómico, ético y político de nuestro tiempo. Sólo que no puede pretender ser la explicación total y última de los fenómenos sociales. No puede autoproclamarse "científico" en el sentido fuerte del término, y menos aún arrogarse la facultad de predecir el futuro. Profetizar la inexorable autodestrucción del capitalismo y el seguro advenimiento del "paraíso comunista", son errores de bulto que el marxismo ha pagado muy caros, residuos de religiosidad vergonzante que nos hacen temer que Marx fuera menos lúcido o menos honrado de lo que pretenden sus hagiógrafos. Pero, en cualquier caso, ello no resta ni un ápice de validez al materialismo dialéctico, del mismo modo que la física no se resiente del hecho de que Galileo fuera un tramposo y Newton un neurótico.
Retomando una reflexión ética milenaria cuyos ancestros más ilustres son Buda y Lao Tse, Sócrates y Epicuro (como es bien sabido, Marx centró su tesis doctoral en la comparación de los sistemas atómicos de Demócrito y Epicuro), el marxismo propugna, básicamente, una revolución moral. A la vieja moral cristiano-burguesa adoptada (y adaptada) por el capitalismo, basada en la sumisión, la esperanza en otra vida y la aceptación de la jerarquía social, el marxismo opone una nueva moral basada en la solidaridad, la resistencia, el cuestionamiento de lo establecido, la confianza en las propias fuerzas, la decisión de cambiar la sociedad. Y del mismo modo que Galileo vio en la experimentación el método por excelencia, la llave maestra de la ciencia, Marx vio en la praxis la clave de una nueva filosofía cansada de limitarse a explicar el mundo y decidida a transformarlo.
Vivimos en una sociedad basada en la explotación del hombre por el hombre. Analicemos las relaciones de intercambio que la configuran y perpetúan, con objeto de sustituirlas por otras relaciones que pongan fin a la explotación, que realicen y fomenten la solidaridad. Ése es, en última instancia, el proyecto del marxismo. Y no ha perdido ni un ápice de vigencia.
De qué manera o maneras llevar adelante ese proyecto en un mundo en el que el imperialismo (fase superior del capitalismo) parece más fuerte y más dispuesto que nunca a demoler todos los obstáculos que encuentre en su camino: ése es el problema de la izquierda. Y si el viejo marxismo dogmático es un callejón sin salida, una trampa para nostálgicos de lo absoluto, dar la espalda a sus logros y sus propuestas es, sencillamente, un suicidio moral y político. La solución, aunque todavía no la tengamos clara (como no tenemos clara la futura evolución de la física, que aún dista mucho de explicarlo todo), pasa necesariamente por tragarse vivo a Marx.
Tomado de:
Rebelion.Org
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